En su diario –no en las primeras ediciones, sino en las que se publicarían posteriormente– el aventurero asegura que una fantasmagórica presencia, invisible pero real, le estuvo ayudando y dando ánimos en los momentos más difíciles de la travesía. Una especie de ángel de la guarda, vamos, que el resto de sus hombres también reconocieron haber sentido como él. Aunque la historia, contada así, puede dejar indiferente –habrá quien eche mano de esos fallos en el cerebro que surgen en momentos críticos–, sí sorprende el constatar que Shakelton y los suyos no han sido los únicos en experimentar algo parecido, y que en este mundo nuestro lleno de tecnología, y de respuestas para todo, sigue sucediendo. En El tercer hombre (Ariel, 2009), John Geiger repasa otros muchos casos más del fenómeno, que le han llevado a rastrear los instantes posteriores a los atentados de las Torres Gemelas, el vuelo en solitario por el Atlántico de Lindberg, o experiencias de numerosos alpinistas, submarinistas y aventureros, en general, que en los momentos de mayor peligro, cuando sienten que les faltan las fuerzas, perciben el socorro de alguien que les da aliento, y que impide que fracasen y salgan a flote
¿A qué se debe, pues, este interesantísimo fenómeno? ¿Es algo real, ese ángel de la guarda del que hablan los textos sagrados de muchas religiones? ¿Es una percepción fallida del cerebro, la necesidad que tenemos a veces de generarnos a nosotros mismos esperanzas en los instantes críticos de la vida? Se han llevado a cabo muchos estudios, pero no hay aún pruebas concluyentes. No, desde luego, suficientes para explicar las maravillosas visiones, y experiencias, de algunos de los humanos más valientes de nuestra especie…
El caso de Ron DiFrancescoEl estremecedor caso de Ron DiFrancesco es también bastante conocido. La mañana del 11 de septiembre de 2001 Ron se encontraba trabajando en su oficina del piso ochenta y cuatro de la torre sur del World Trade Center de Nueva York cuando se desató la tragedia: un avión había impactado contra la torre norte. En principio no había motivo para evacuar la torre sur, así que Ron telefoneó a su mujer para contarle lo que había pasado y para decirle que se encontraba bien, y después siguió trabajando. A los pocos segundos recibió una llamada de un amigo de Toronto que le dijo que saliese pitando de allí. Ron estuvo de acuerdo y, tras telefonear a unos clientes, volvió a llamar a su esposa para comunicarle el cambio de planes. Al poco de abandonar su puesto ocurrió una explosión en el piso en el que trabajaba y DiFrancesco se vio cubierto de restos de techo y de paredes. Aún no podía saberlo pero un segundo avión acababa de impactar esta vez contra su torre. Un agujero enorme ocupaba el suelo de la oficina donde momentos antes se había encontrado y que había abandonado justo a tiempo. Se dirigió como pudo hacia la escalera A, la más próxima a donde se encontraba y que por pura casualidad resultaba ser la única de las tres escaleras de emergencia que no había sido afectada por la colisión y por tanto la única que ofrecía una vía válida de escape a quienes se encontraban por encima de la zona de impacto. Allí, junto a otras personas, comenzó a descender casi a oscuras entre humo hasta llegar a un piso en el que se encontraron con una pareja que subía debido a que un poco más abajo había muchísimo fuego y humo. La pareja era de la opinión de que lo mejor era volver arriba y esperar a ser rescatados, así que tras deliberar un rato optaron por hacerles caso y dieron la vuelta para dirigirse de nuevo hacia arriba. Un nuevo problema surgió al comprobar que las puertas de emergencia que permitían el acceso desde la escalera a los pisos se habían bloqueado como consecuencia del sistema de seguridad automático que se activaba en caso de incendio, por lo que era imposible abandonar la escalera que, a medida que ascendían, se iba volviendo cada vez más abarrotada. Ron se fue angustiando hasta que llegado un punto decidió, en medio de la desesperación, volver a bajar para intentar salir de allí como fuese. Sin embargo las condiciones habían empeorado ya que la cantidad de humo había aumentado y los restos de una pared caída cortaban el paso hacia pisos inferiores. Unas cuantas personas se encontraban allí bloqueadas, tumbadas boca abajo y acurrucadas en las esquinas, algunas sollozando y otras perdiendo ya el conocimiento. En ese callejón sin salida se produjo el hecho decisivo que marcó la vida de Ron: oyó una voz que le ordenaba levantarse. Era una voz masculina y poderosa que le instaba a seguir con tanta insistencia y le inspiraba tanta confianza que incluso cuando le animó a que cruzase las llamas para superar el fuego Ron fue incapaz de negarse. Alguien le estaba guiando para escapar de aquella trampa mortal. Así consiguió atravesar unos tres pisos ardiendo hasta lograr alcanzar la claridad y quedar por debajo de los niveles incendiados. En ese momento dejó de sentir la misteriosa presencia. Una vez superada esa zona, continuó el descenso hasta llegar al vestíbulo desde donde un guardia de seguridad le impidió salir a la plaza entre ambas torres debido al peligro que corría ya que volaban numerosos restos y caían cuerpos desde lo alto. Le ordenó dirigirse a la salida sur pero una vez allí de nuevo se le redirigió a otra salida, la nordeste, que daba a una zona libre y segura. Justo antes de alcanzarla oyó un estruendo infernal y vio una enorme bola de fuego avanzando hacia él. Corrió cuanto pudo y la explosión le alcanzó por detrás cuando llegaba a las escaleras de acceso a la calle dejándolo inconsciente. Despertó tres días después en un hospital (se desconoce quién lo sacó de entre los escombros y lo llevó hasta allí). Más tarde se enteró de que él había sido el último hombre en salir de la torre sur y una de las cuatro únicas personas que escaparon con vida de entre todas las que se encontraban por encima de la zona de impacto en aquella torre. Posteriormente en una interpretación similar a la de Shackleton, DiFrancesco asoció la presencia a un milagro atribuyendo la voz que le había ayudado a la voz de Dios. Resulta evidente que el sentido de estas experiencias depende de las personas que las viven. Así las personas creyentes suelen atribuirlas a una intervención divina y no es raro que aseguren que han sido testigos de la aparición de su ángel de la guarda2. En el caso de la presencia que sintió Ron, el que se tratase o no de un ángel de la guarda es algo discutible. Pero de lo que no cabe ninguna duda es de que fuese cual fuese el origen de aquella voz, DiFrancesco consiguió salvarse aquella mañana gracias a la intervención de esa misteriosa aparición.
Charles LindbergLa experiencia del piloto Charles Lindbergh es también de las más recordadas. A bordo de El Espíritu de San Luis realizó en 1927 el primer vuelo sin escalas y en solitario entre Nueva York y París. Durante la larga travesía sobre el Atlántico llegó un punto en el que el piloto sintió que no estaba solo. En la cabina había unas figuras apenas definidas que le acompañaron durante el tramo final de su viaje y que le mantuvieron despierto y alerta. A pesar de no ser capaz de recordar ni una sola de las frases que intercambiaron, afirma que conversó con ellas discutiendo sobre temas de navegación y dejándose aconsejar sobre ciertos aspectos del vuelo. En cualquier caso Lindbergh se mantuvo despierto todo el trayecto y consiguió aterrizar sin problemas en el destino previsto convirtiendo su hazaña en toda una leyenda. En lugar de atribuirlo a una intervención divina, para Lindbergh no se trató más que de una alucinación aunque la impresión que le causaron aquellos acompañantes fue la de seres amistosos y sin otra intención que la de ayudarle. Esto último resulta muy interesante porque pese a considerarlo como algo irreal ni siquiera el mismo piloto pudo ignorar el efecto beneficioso que había tenido en su aventura. Es por ello por lo que el tercer hombre tiende a considerarse como un fenómeno aparte y distinto al de las alucinaciones corrientes que tienden a desorientar y confundir a quien las padece, ya que en este caso es evidente que un piloto delirando difícilmente podría concluir con éxito un vuelo de esa dificultad. Incidiremos en este punto más adelante ya que es una de las principales críticas que se le hacen al fenómeno. La mayoría coincide en opinar que la alucinación de Lindbergh fue debida a la falta de sueño pero el psicólogo Woodburn Heron opina que hay otra posible explicación: la monotonía. El término “monotonía” tal cual se menciona aquí hace referencia a la monotonía sensorial, consistente en la reducción o ausencia de estímulos externos. Heron junto a otro psicólogo, Donald O. Hebb, han realizado experimentos en tanques de aislamiento sensorial en los que se aísla al sujeto de todas las posibles fuentes de estímulo externas, con lo que se consigue que el individuo pierda la noción de su propio cuerpo. En ocasiones se llegan a relatar casos en los que el sujeto siente la presencia de una segunda persona junto a él en el interior del tanque. La estimulación monótona prolongada puede hacer que el cerebro genere alucinaciones para escapar de esa monotonía y mantenerse ocupado, por lo que podemos por tanto asumir como posible que la mente sea capaz de crear un artificio para contrarrestar la sensación de monotonía y aislamiento que puede afectarnos en ciertas circunstancias. Según ambos psicólogos la percepción que tenemos de nuestro alrededor no se limita al medio externo sino también a nuestro cuerpo y así se cita, por ejemplo, el caso de las personas con miembros amputados que los siguen sintiendo como si aún formasen parte de su cuerpo. Algunos explican esto asumiendo que la imagen que tenemos de nuestro cuerpo es una ilusión mental que en circunstancias normales coincide con la realidad pero que no por ello deja de ser un artificio, por lo que en ocasiones la concepción mental del propio cuerpo queda separada de la realidad física. Es una hipótesis bastante perturbadora. Después de echar un vistazo a los casos de Shackleton, DiFrancesco y Lindbergh, da la impresión de que puede ser necesaria la intervención de varios factores para que se desencadene el tercer hombre, ya que no parece que haya una receta única e infalible para ello. A falta de algo más concreto los psicólogos Peter Suedfeld y Jane Mocellin tras analizar numerosos casos proponen el principio de los “múltiples disparadores”, en el que un conjunto de circunstancias se dan simultáneamente o por separado y hacen que se propicie el evento. Entre esos factores podemos encontrar el estrés, hipotermia, hipoglucemia, hipoxia, fatiga, falta de sueño, monotonía, soledad, sensación de peligro, sufrir heridas o lesiones, etc., es decir, toda una lista de elementos que a veces mezclados o en otras ocasiones individualmente pueden originar el fenómeno. Por ejemplo, en el caso de Lindbergh encontramos la siguiente combinación de factores: una sola persona, encerrada en un espacio mínimo, con falta de sueño, en condiciones de estrés y sobrevolando un inmenso paisaje prácticamente uniforme sin referencias externas.
El caso de Frank SmytheEn 1933 el alpinista Frank Smythe formaba parte de la cuarta expedición británica con el objetivo de ser los primeros en alcanzar la cima del monte Everest. En la última etapa desde el Campamento Seis sólo Smythe y Shipton continuaban su camino hacia la cumbre pero debido a las condiciones meteorológicas adversas se vieron obligados a pasar más tiempo del previsto a 8350 metros dentro de los límites de lo que se conoce como la zona de la muerte3. Su deterioro físico era más que notable debido a la altitud, la escasa cantidad de oxígeno, la falta de sueño, la alimentación inadecuada, etc., y en palabras de Smythe “cualquier persona que nos hubiese visto salir del campamento habría opinado que tendríamos que estar en el hospital”. Shipton se retiró hacia los 8500 m continuando Smythe en solitario. Exhausto como se encontraba, con apenas fuerzas y en un estado similar al de un conductor ebrio tuvo que rendirse cuando sólo trescientos metros le separaban de la gloria, con lo que puede uno imaginarse el esfuerzo sobrehumano que requería avanzar en aquellas condiciones. En sus propias palabras, “los últimos trescientos metros del monte Everest no son para simples personas de carne y hueso”. Desilusionado dio la vuelta y en el descenso se detuvo un momento a resguardo para un breve respiro y recuperar fuerzas. Toda la comida que llevaba encima era una simple barrita de dulce de menta Kendal, por lo que lo sacó del bolsillo y tras partirlo por la mitad se giró para ofrecerle un trozo a su compañero. Naturalmente al darse la vuelta no encontró a nadie. Lo que ocurría era que, desde que Shipton se hubo retirado, Smythe no dejó de tener la sensación de que le acompañaba una segunda persona. Esa sensación era tan intensa que borró cualquier indicio de desamparo que de lo contrario le habría invadido. La seguridad y la fuerza que le dio esa presencia le acompañaron hasta que divisó el Campamento Seis, momento en que se rompió el vínculo con ella y, aunque Shipton y la tienda estaban a pocos metros de él, no pudo evitar sentir una gran sensación de soledad. Smythe no buscó explicación para lo ocurrido y se limitó a decir que “las personas bajo estrés físico y mental experimentan cosas curiosas en las montañas”. Esa afirmación se ve respaldada por multitud de casos, ya que entre los alpinistas este tipo de experiencias parece ser bastante corriente. De hecho, en un estudio sobre treinta y tres alpinistas españoles se encontró que un tercio de ellos había experimentado episodios alucinatorios, siendo el tipo más común aquél relacionado con la sensación de un compañero imaginario detrás del alpinista. De acuerdo a la teoría de los múltiples disparadores, aquí entrarían en juego la altura, el frío, la hipoxia, el aislamiento, la monotonía y la soledad, como las causas más probables. Aún así, Greg Child opina que un alpinista experimentado ha pasado por tantos tipos de eventualidades que para cada sensación percibida es capaz de atribuirle una causa: hipoxia, deshidratación, fatiga, desequilibrio químico, etc., pero quienes han sentido un tercer hombre no son capaces de asociarlo a los síntomas de ninguno de esos factores. Para Child, el tercer hombre es mucho más real que una alucinación por un fallo del cerebro. Otra situación en la que se es muy proclive a experimentar este fenómeno se da en alta mar, tanto en náufragos como en navegantes en solitario. Es evidente que la actitud en esas dos circunstancias no es la misma, ya que el que se embarca para realizar una larga travesía en solitario es consciente de lo que tiene por delante, mientras que en circunstancias normales al subirse a un barco nadie lo hace pensando en que va a ser víctima de un naufragio. De cualquier modo hay que diferenciar dos tipos de experiencias: por un lado estarían las de tercer hombre similares a las ya vistas, y por otro estarían las alucinaciones psicóticas. Son totalmente opuestas en cuanto a sus consecuencias ya que el tercer hombre proporciona apoyo y ayuda para superar la situación en que se esté, mientras que las otras alucinaciones tienen como resultado la desorientación y la posible tendencia homicida y/o suicida de quien la padece, ya que los delirios que se dan en alta mar suelen terminar con la muerte del afectado al ahogarse. Esta distinción entre ambos tipos de experiencias no es en absoluto caprichosa ya que hay numerosas personas (sobre todo alpinistas como el ya mencionado Child) que han vivido las dos y diferencian claramente una de la otra, tanto en las sensaciones que generan como en la importancia en cuanto a su desenlace. Así mientras que una aumenta las probabilidades de sobrevivir, la otra es tremendamente auto-destructiva. Se desconoce qué es lo que hace que se manifieste uno u otro fenómeno, aunque los delirios psicóticos pueden tener su principal causa en la ingestión de agua salada que algunos náufragos toman para tratar de calmar la sed. En última instancia puede que simplemente dependa de la actitud y de las ganas de sobrevivir de quien se ve en esa desesperada situación
fuente- www.astropuerto.com
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